Fa   C L A E S


I N V I E R N O

UN POEMA

Traducido del holandés por el autor.
Texto español revisado
por
Francisco Álvarez Velasco.
El invierno es agudo y transparente,
tintinea como hielo al quebrarse,
corta violenta y afiladamente
como un pensamiento claro.
El invierno es espacio y precisión.
Tiene algo quebradizo,
es pulido vidrio pulido,
y sus esquirlas rasgan la piel,
excitan la atención.


El invierno es luz demasiado aguda.
Nada desvía la atención del horizonte,
ni ruido, ni forma, ni color.
Sólo queda extensión
y el deseo resultante.
Quiero ver más allá del horizonte.
No para ver.
Al contrario, quiero saber.
La diferencia es inmensa.


Lejanía es deseo ilusorio.
No se expande,
no conduce a no importa adónde,
pero reconduce al origen,
a ti mismo te lleva.
Es como contemplar la mar,
u observar las estrellas en el cielo nocturno.
Alto es el aire, el cielo, lejos.
La distancia te obliga a volver hacia ti mismo.
Sientes la dura tierra
helada bajo tus pies,
te sostiene en lugares donde
antes te hundías hasta los tobillos.
Si por eso la tierra se hace digna de fiar,
al mismo tiempo
se ha tornado inmanejable.


El invierno despliega sus inmensos contrastes,
por doquier nos confunde.


Espesa está la casa
que había abierto el verano
hacia la naturaleza.


El frío asedia el fanal,
el calor acogedor dentro de la casa.


La dureza del aire
-has de empujarte
sin dejarte llevar
como en tiempos calurosos-
te recluye en su adentro,
donde te reblandeces.


La agudeza del frío y viento
aumentan la tierna tentación
de sillón y de sueño.


Si el frío te obliga a pensar claramente,
el cálido dormitar avienta
tus pensamientos en borrosos sueños.
¿Te parece extraño?
El frío te obliga a vivir:
si te sientas tranquilamente afuera
mueres por congelación.


El invierno reclama tu conciencia,
tu resistencia.
El invierno con todos sus contrastes
te obliga a saber dónde te encuentras.


Saber dónde te encuentras equivale a vivir.


*




La vida, la encuentras siempre en ti mismo,
incluso en momentos de presencia
de menor intensidad.


Sal y pasea. En los pulmones
el aire agudo, blanco del invierno.
Siente la tierra, la inflexible
que no sucumbe bajo tus pies,
para que tus sentidos impulsen tu cabeza
a la precisión, para que extirpes las cosas
superfluas de tus pensamientos
y llegues a la raíz.


El invierno es vida condensada
bajo un manto de calma, de silencio, de muerte.
¿Muerte? No hay muerte.
O mejor: no hay nada salvo desmoronarse.
No perdición,
sí el cambio de estructuras,
modificaciones en la materia,
en sus junturas.


Lo demás, los grandes ciclos,
se nos escapa.
En lo diminuto vemos
el ciclo del día y de la noche,
el ciclo de las estaciones,
los ciclos de las revoluciones de los planetas
alrededor de su sol.


Se nos escapa lo inconmensurable
de un sistema solar que surge y desaparece,
de galaxias en su orto y destrucción,
el infinito proceso cíclico
de una materia que se transforma,
una vida modificándose
y su presumible estado de eternidad.
Que lo inmenso se nos escapa,
eso es lo de menos.
Se nos escapa el sentido
de lo que ocurre delante de los ojos.
Percibes fuerzas incomprensibles
trabajando en la gente,
en su irreprimible ansia de violencia,
de cargar sobre el otro, desgarrarlo, destruirlo
aparentemente sin rumbo ni sentido.
Todo eso sobre un planeta que dentro de
un cierto número de años -un gran número,
pero en todo caso limitado-
se consumirá
-es decir: cambiará
totalmente de esencia y de ser-
con todo el esplendor exuberante
de una naturaleza inestable,
en todos los aspectos pródiga en vida y muerte.


*




Un principio de moralidad
generalmente aceptado exige
que sobre la tierra desempeñemos un trabajo útil
aunque nada nos indique
que hemos nacido para ser útiles.


Quien observa todo lo que se arrastra
sobre la tierra como ser humano
difícilmente puede imaginarse
que los tantos miles millones de hombres de este momento
tengan, cada uno, sentido y utilidad.


La utilidad de los millones de hambrientos
apáticos en África y en otras partes
no está reducida a nada,
sino a un grado que se encuentra
muy por debajo del punto cero.


¿Y qué pensar de los millones de seres
que, en todo el mundo, son útiles
en guerras de toda especie,
y de todos los millones que se demuestran útiles
preparando guerras
e inventando armas cada vez más aniquiladoras?


Su idea de utilidad consiste en el grado
de perfección en exterminar
a los que pertenecen a otro grupo,
otra nación, otra raza,
otra religión.


Prevale la necesidad elemental
de extirpar lo diferente.
Lo prescribe la naturaleza.


Un pichón que sale del huevo
con el pico deformado porque se lesionó
al perforar la cáscara,
por los padres es arrojado
sin piedad fuera del nido
y se muere de hambre y frío.


Los griegos, tan civilizados,
depositaban a los niños deformes
ante los lobos;
los cultos romanos
los precipitaban desde una roca.
Para los esquimales, el primogénito tenía que ser un varón;
a una niña primogénita, la abandonaban fuera del iglú
en el frío glacial, la boca llena de nieve contra el berrear.


Quien actúa cultamente ahora
lo hace justamente a la inversa
e intenta mantener con vida, artificialmente,
a un feto de cuatro meses,
en el cuerpo de su madre muerta,
artificialmente protegida
contra la descomposición.


Rechazan a los inconformistas, los ignoran,
peor aún, los echan a la hoguera.
Si no saben superarte,
entonces asumes el riesgo del cinismo con que
la insignificancia carga contra Darwin y Freud
y todos los otros quienes le dan una patada
en el presuntuoso trasero a la estrechez de miras.


*




Igualmente infundada es la idea de un tránsito.
Nos quedaríamos durante corto plazo en esta tierra
a modo de perfeccionamiento o algo semejante.
Esto equivale a una tarea, a un servicio, a la utilidad.


Y sin embargo. Sólo el hecho de no saber
de dónde y tampoco adónde nos deja en lo incierto.
Para eso, serían necesarias hipótesis
si algo más quisieras decir.
Pero una hipótesis sobre la incertidumbre evidente
produce incertidumbre
al cuadrado.


Por añadidura, cada hipótesis de esa clase
tiene el valor de su sombra: ninguno.
Puedes también ser partidario
de una revelación traída a nosotros
por alguien que sabe lo mismo que nosotros
pero quien en su fervor
dejó de ver
lo que no cabía
en su doctrina necesariamente simplista.


Con que sólo emanara suficiente misterio de ella,
y un atisbo de comprensión fuera prometido
a los bienaventurados seguidores,
el éxito estaría garantizado.
Nada indica que nuestra vida
no empiece y se termine aquí.
La tesis de que nuestro espíritu es inmortal
es una afirmación en el aire.
Aun suponer más cosas espirituales en el hombre,
no supera jamás la arbitraria suposición,
pero esto es lo que se llama fantasear.


Quien dispone de fantasía
está en su derecho de usarla.
Blancanieves, las siete cabritillas,
El Enano Saltarín, el paraíso terrenal,
Adán y Eva sin ombligo,
huríes, el gran sueño
de la inmortalidad,
dios en todos los tamaños y colores.


Equivocar fantasías con datos y hechos
es puerilmente conmovedor,
pero no supera este nivel.


*




Sabido es que cada tiempo
se aferra a sus opiniones extendidas.
Históricamente visto, parece difícil
emitir un juicio
que diverja de la manera dominante
de ver e interpretar.


Mientras la tierra se tomaba
por un disco plano, era casi imposible
llegar a la idea
de que fuera esférica.


No era porque los hombres
fueran estúpidos entonces y ahora inteligentes,
simplemente forma parte de la naturaleza humana:
aceptar sin más
lo que presumen todos.


Una clase de conformismo
no expresado y sin discutir
impele los pensamientos humanos
en una sola dirección como peces de cardumen:
un golpe, y todos se dirigen
hacia la derecha; otro golpe,
y todos nadan hacia la izquierda.
Va por descontado que los hombres
están convencidos de que no
siguen la moda vigente,
de que sus pensamientos
se forman autónomamente.
Que esto no sea el caso,
no lo aceptan ni siquiera cuando está probado
porque no aceptan la prueba.


Quien a los hombres les señale
que las señoras se toman la libertad
de vestirse con trajes masculinos
no podría esperar que a los varones
les pareciera normal
aparecer con ropas de mujer.
La pregunta por la causa de ello
infaliblemente se queda sin respuesta,
cuando no es respondida con risas insultantes.


El pensamiento autónomo
-no hablo del juicio autónomo-
me parece no obstante el requisito
para una actitud honesta en la vida.
Aunque me pregunto dónde y cuándo
el pensamiento autónomo
tenga la posibilidad de formarse.


Si consideras que desde el principio
estamos abrumados de evidencias
de las que nadie duda,
peor, de las que nadie puede dudar,
peor aún, de las que cada uno
rehúsa ver la incertidumbre,
no puedes sino concluir
que el pensamiento autónomo es una utopía.
Los musulmanes inculcan a sus niños
usos y pensamientos mahometanos.
Los estadounidenses enseñan a sus niños
a perseguir el dinero y a tener por idiotas
a los que desdeñan la posesión pecuniaria.


El papa, los cardenales y la mayoría
de los varones
ólo juzgan capaz de ejercer
lo que llaman el sacerdocio
a un cuerpo humano
provisto de pene y testículos.


Ninguno de ellos duda
de la autonomía completa
de sus pensamientos.


Sólo ya poner en duda
lo que para ellos
se ha hecho la base de su vida
-por no decir su razón de ser-
debe de serles imposible.
Quien enuncia opiniones divergentes
es culpable de perturbar
la convicción común,
lo que le será tomado a mal.
Siempre pasa mucho tiempo antes de que
las masas llegan a ser convencidas
del juicio difícil, aparentemente complejo,
claramente divergente.


Para tomar un ejemplo
en el que sólo hombres eruditos
-puedes suponer: al menos inteligentes-
estaban implicados:
han pasado más de cien años
antes de que los médicos
fueran capaces de aceptar la existencia
de las dos circulaciones sanguíneas.


Es vergonzoso recordar
cómo Darwin y Freud han sido insultados
por lo que ahora por casi todos
está aceptado como evidente.
De nada sirve ser un gran espíritu
o ser tenido por tal
si no te liberas de prejuicios,
o si no consigues averiguar
si lo contrario de lo que afirmes
no sería la verdad.


Quien no es capaz de hacerlo corre el riesgo
de dejarse llevar a insultar a los otros,
a hacerlos sospechosos de todos los males,
a encender hogueras
con el ánimo caldeado.


*




¿Adónde nos llevan nuestros pensamientos
si no pueden conducirnos
a una última idea
que incluye todo en sí
y pone fin a la búsqueda?


Ahora vas a parar siempre
en una pequeña estación desierta,
venías vagando por los campos,
encuentras por fin un punto de referencia:
dos raíles, nada más.


En medio de la soledad de las tierras
puedes sentarte y esperar
a que un tren llegue,
y cuando venga
te conduzca a la siguiente estación desierta
donde serás abandonado en soledad,
mientras el tren se da la vuelta.


Reiteradamente estás sentado en una estación así,
en algún punto final, del que te das cuenta.
Estás esperando con ilusión, mirando los campos,
las tierras vacías, blancas de escarcha.


No tienes prisa,
no estás triste.
Estás sentado y el tiempo dura
y hasta eso apenas lo adviertes.
Tienes la doble impresión
de que el tiempo ha sido comprimido
y de que por eso se tiene de pie justo en frente de ti,
y simultaneamente, totalmente desplegado,
diluido hasta ser enrarecido,
susceptible de cada sensación,
como tu cabeza en este instante;
este momento de paz y resignación,
puede ser el último momento.


Por favor, sé el momento último,
piensas, quiero experimentarlo
con toda la lucidez mental.
Entonces reincides, como si te pasaras de la raya.
Te percatas de que se trata de una especie de deseo,
una vaga imagen más allá de la realidad.
Tienes conciencia de que ocurre de otra manera,
de que la vida se propone otras cosas contigo,
que envejeces poco a poco,
y que viene la senilidad,
que poquito a poco
te quita todo de lo que estabas orgulloso
y que te hacía humano.


No puedes pasear largo tiempo,
puedes andar en bicicleta, sí.
Más tarde apenas puedes marchar alrededor de la casa,
un descanso en cada esquina
para tomar aire.
La bicicleta con neumáticos endurecidos
enmoheciéndose en el garaje,
inutilizable,
inútil como tú,
-desde años, piensas,- impotente.
Aún puedes ir en coche, con dificultad.
Entonces viene el momento de deshacerse del coche,
se deteriora de estar inmóvil.
Apenas melancólico, lo sigues con la vista
como -de joven y enfermo-
seguías mirando a los patinadores.
Será maravilloso afuera,
pero estás contento
que adentro haga calor y haya silencio.
Te ciñes la bata un poco más
sobre tu cuerpo aterido.


Que en alguna parte existiera un pensamiento,
que podría ser el punto final de todos los pensamientos,
se te ha ido ya de la cabeza,
tus preocupaciones se han vuelto más concretas.
Es tiempo de tus píldoras y jarabes,
palpas buscando en la mesita
y sigues con mirada de desdén y desconfianza
tu mano demacrada, temblando extrañamente.


*




¿Para qué me sirve un pensamiento
cuando el corazón me desampara?


El último pensamiento será probablemente:
todo ha pasado.


Sea invierno o verano,
llueva o brille el sol.
Cuando tu corazón está en un puño,
tus instintos se agarran a la vida
y sólo claman por la supervivencia
bajo cualquier condición,
bajo una forma cualquiera.


Tus pensamientos dicen:
no, que no sea como sea.
Con esto, tu resuelta voluntad
de vivir no puede hacer nada;
no se preocupa ella por estos motivos,
es autónoma
e inmune contra los miramientos.


Tu voluntad de vivir quiere experimentar
cuánto mal hay en el mundo,
quieres saber cuántos cayeron muertos
en Dubrovnik, en Irán;
cómo han saqueado y asesinado
en Los Angeles, en Belgrado, ¡ay!, en todas partes.


Quisieras oler la fragancia de las rosas,
y si es imposible, vaya,
que sea el olor de formol o de éter,
el aroma de los corredores de hospital.
Anhelas el sabor del oporto,
y si no lo tienes,
valoras en último caso
el gusto de las coles de Bruselas sin sal.
Todo está bien si me es posible vivirlo
aun cuando sea diciendo:
"No me parece a mí que valga la pena."


Sólo en el momento
del extremo cansancio,
el momento de una sorda depresión,
el momento en que el anestesista dice
"Un pinchazo y a dormir",
piensas: "Ojalá hubiera ya pasado,
espero no despertarme nunca más."




*


*                 *


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